¿Qué hacemos con un caso de estas características? ¿Dejamos el monumento tal como quede o lo sometemos a una versión pasteurizada para cumplir con las leyes del Gatopardo?
Aquí los adjetivos no existen. Democracia griega, Derecho romano y Religión católica. Tres pilares de la Historia de Europa. Hoy se derrumban otros, y en una era visual el símbolo es ineludible. Arde el Viejo Mundo del recuerdo mientras otro en forma de Sagrada Familia emerge con monedas turísticas. Las mismas, todo debe decirse, que lucran las arcas de la Catedral parisina, más famosa si cabe desde el siglo XIX, cuando la restauración de Viollet- Le Duc, padre padrone del neogótico, le confirió nuevos bríos. Poco antes, en 1832, Víctor Hugo había escrito la auténtica génesis del mito con su 'Notre Dame de París'.
El tramo final del Ochocientos, con su culto pedagógico al aire libre y la necesidad de símbolos significó otro antes y después. La aparición de la Torre Eiffel fue un golpe de suerte para los intereses estéticos de la capital francesa. Podía contraponer lo nuevo y lo viejo, la autocoronación de Napoleón con los remaches hacia el infinito de las alturas, el progreso.
[Cómo precipitaron el fin de Notre Dame al querer salvarla]
Quien escribe reconoce sin problemas una extraña predilección por los alrededores del templo. Muy cerca, en la rue Chainonnesse, una placa recuerda a Joachim du Bellay, enterrado en el interior de la triste protagonista de la jornada: "Nouveau venu, qui cherches Rome en Rome / Et rien de Rome en Rome n'aperçois, / Ces vieux palais, ces vieux arcs que tu vois, / Et ces vieux murs, c'est ce que Rome on nomme". Su Roma de ayer huele por desgracia al París de hoy. En la rue d’Arcole hay un lavabo público gratuito. En el 4 de la rue de la Colombe 'La réserve de Quasimodo' sirve una estupenda fondue bourguignonne. En el 37 de la rue de la Bûcherie está ese parque temático libresco llamado 'Shakespeare and Company', mala remembranza de una época dorada, maná de Instagram y primera pista de las cercanías repletas de manipulación de la realidad.
Cartel de 'El jorobado de Notre Dame'
Porque Notre Dame, como muchos otros lugares arquetípicos reconocibles en la modernidad, tiene la impronta del símbolo. 1939 fue un año frontera para Europa y un prodigio para Hollywood. 'Lo que el viento se llevó' y 'El mago de Oz' han quedado como las perlas de esos meses. El 29 de diciembre se estrenó en Estados Unidos 'El jorobado de Notre Dame'. Dirigida por William Dieterle, muy influenciado por el expresionismo de su país natal, suponía un reto de primera magnitud al tener un primer precedente de 1923, con Lon Chaney en el papel de Quasimodo. Para superarlo Charles Laughton, hoy quizá más conocido por haber dirigido 'La noche del cazador', renegó de las ventajas tecnológicas y, aunque suene cómico, no quiso llevar una joroba de tres quilos al haber llevado su antecesor una de veinte.
Quasimodo y la zíngara Esmeralda en 'El jorobado de Notre Dame' (1939)
De esas disputas entre el realizador y su primera espada el filme ganó en hilos secretos e internos para aspirar a más de lo previsto. Para rizar el lanzamiento al estrellato internacional de Maureen O’Hara, contratada porque Laughton quedó cautivado por sus ojos en un casting británico, fue la pieza perfecta para cuadrar un puzzle consagrado en ese momento como representación de un lugar en las antípodas de California.
Para precisar estas palabras conviene hilar fino. El cine norteamericano supo modificar los enclaves prototípicos de la ciudad de la luz. Una década más tarde del Jorobado llegó 'Un americano en París'. Si uno busca fotos de la place du Theatre en 1900 la verá redonda, sí, y asimismo vacía de pintores con vocación a sindicarse para reivindicar el horror vacui.
El metraje de Vincente Minnelli, basándose en Gershwin con Gene Kelly entre saltos y pinceles, modificó esa conclusión de Montmartre hasta llenarlo de aficionados instalados para deleite de los extranjeros, seducidos por una fantasía inventada.
Y lo mismo ocurre con Notre-Dame, cuyo atractivo en el inconsciente del visitante no es causa de las inmortales fotos del húngaro Brassaï. El imán estalló con la película, entroncándose con la posguerra y su invasión de la masificación turística, con las barras y estrellas desatadas en su Grand Tour para exaltar la colonización. Europa, sin reconocerlo, devino Grecia.
¿Y ahora qué?
Al recibir la noticia sólo tenía acceso a Internet por el teléfono. Consulté la galería de algún periódico y acudió a mi memoria otra historia parisina. El 24 de mayo, durante la semana sangrienta para poner carpetazo a la breve y pionera Comuna, se quemó el Hotel de Ville, ayuntamiento de la gran evocadora. No se reconstruyó hasta 1882, y durante ese intervalo suscitó la curiosidad de muchos recién llegados. Quizá fue el debut del culto a la ruina moderna, a sabiendas de su brevedad, y el antecedente suscita una hipótesis. La estructura sigue en pie. Se han perdido elementos. ¿Tiene sentido rehacer lo anterior?
Nuestra era es abundante en quintaesencias reducidas a cenizas. Las torres gemelas. Los Budas de Afganistán. Notre Dame
Si meditamos un poco nuestra era es abundante en quintaesencias reducidas a cenizas. Las torres gemelas. Los Budas de Afganistán. Notre Dame. Existe un ejemplo con cierta malicia. Cuando se calcinó el Liceo de Barcelona emergió un diálogo sobre su futuro. Ese punto de la Rambla tiene aura maldita. La Ópera había crujido en más de una ocasión. Su última versión representaba su ineludible posición en el imaginario barcelonés. Ese pedazo de Rambla sin en el Liceo sería la nada, o más bien todos sabrían que nada sería igual.
El urbanismo moderno ha privilegiado en muchos matices el parque temático. París se adaptó a ese as en la manga, y los tiene de todos los colores. Sí, es posible trazar rutas para conocerla ajenas al ruido, basta seguir ciertas novelas de Patrick Modiano, pero su esqueleto es carne de selfi y mensajes de fácil digestión. Su supervivencia tiene un rostro sin aristas y otro exigente, donde muchos acuden a sabiendas de cierta accesibilidad recóndita. Notre Dame era, y será, para todos los públicos. Disney supo verlo en 1996 y reactivó el hechizo para una generación desconocedora del portento Laughton y la pelirroja en blanco y negro, por no mentar a Víctor Hugo, lectura de examen y omnipresente en el callejero del Hexágono.
Tráiler de 'El jorobado de Notre Dame' (Disney)
El historiador francés Pierre Nora popularizó los 'lieux de la mémoire'. París no puede entenderse sin ellos y la labor pedagógica para difundir el patrimonio desde el espacio público es inimitable y un modelo a seguir por todas las ciudades europeas. El concepto va más allá de lo urbano, si bien en este caso aborda otro tipo de problemática. ¿Qué hacemos con un caso de estas características? ¿Dejamos el monumento tal como quede o lo sometemos a una versión pasteurizada para cumplir con las leyes del Gatopardo? En la esquina izquierda, en un palacio de cuyo nombre querría acordarme, un rectángulo rememora el "hemos perdido una batalla, pero no la guerra" del general de Gaulle. Ese debería ser el espíritu del instante.
Jordi Corominas I Julián
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